Enviado por ETC Staff el
Recientemente (2004), el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav) del Instituto Politécnico Nacional anunció la puesta en marcha del Laboratorio Nacional de Genómica para la Diversidad Vegetal y Microbiana, empredimiento financiado por un proyecto conjunto del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y las secretarías de Educación Pública y la de Agricultura, informó Matilde Pérez en La Jornada (17/5/2004).
Según la directora del Cinvestav, Rosalinda Contreras Theurel, este laboratorio ampliará la capacidad de secuenciamiento de genes y es ejemplo de lo que se debe respaldar, ya que "restringir el apoyo gubernamental para biotecnología es hipotecar el futuro de la nación". Agrega que el apoyo gubernamental es necesario "sobre todo ante la necesidad de patentar las investigaciones". Contreras Theurel reconoce que con los transgénicos hay riesgo de contaminación, "pero que eso podría controlarse". ¿Como quedó demostrado con la contaminación del maíz campesino en México? Agrega que los que critican los transgénicos "sólo provocan miedo y afectan la opinión de la gente hacia los científicos", que "de lo que no se habla es del derecho de los mexicanos a alimentos de mejor calidad", ya que "los campesinos necesitan variedades de semillas de plantas más resistentes a las plagas, a los cambios climáticos, al deterioro de los suelos".
No son extrañas estas posiciones del Cinvestav, ya que varias de sus investigaciones en biotecnología están financiadas por la trasnacional Monsanto, que controla más de 90 por ciento de los cultivos transgénicos plantados comercialmente en el mundo y, como tal, seguramente una de las principales responsables de la contaminación del maíz campesino en México.
Los gigantes de la biotecnología "financian" proyectos de instituciones de interés público porque les permite acceder de manera cómoda y barata al germoplasma de los cultivos en diferentes países, utilizando la infraestructura, la formación pública y el conocimiento del medio de los investigadores nacionales, para luego aplicarlo en sus propios productos comerciales y, si viene al caso, patentar sus genes para el lucro de sus empresas. Todos los transgénicos están patentados, la mayoría por un puñado de empresas agrobiotecnológicas, que no han dudado en llevar a juicio a agricultores cuyos campos se contaminaron con transgénicos, por "uso indebido de patente".
Pensar en patentar las investigaciones y hasta "patentar todas las variedades vegetales del país", como se expresa en el mismo artículo, es, en la interpretación más benévola, sumamente ingenuo. Las patentes son instrumentos jurídicos de monopolio diseñados para los intereses de los grandes capitales, y en sí constituyen una violación al artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece que "todos las personas tienen derecho a participar del progreso científico y los beneficios que de él resulten". Tienen un elevado costo, que va de miles a millones de dólares por patente según su alcance, y aun así, pueden ser objeto de apelación por parte de cualquier compañía de agronegocios que alegue que esa patente infringe una suya propia. Según un estudio de la Universidad de Stanford, los litigios de patentes biotecnológicas son los que más crecen, y para 2000 tenían un costo promedio de 1.5 millones de dólares por litigante. Patentar un producto (inclusive una investigación) es, de hecho, sustraerlo al público y colocarlo en el mercado, es decir, a los que puedan pagar. Pensar en combatir este robo inmoral de los bienes colectivos y públicos con los mismos métodos, requiere como mínimo un nivel de inversión similar. ¿Será éste el mejor destino de los escasos recursos para investigación pública en México?
Patentar cultivos o sus genes, o investigación sobre ellos, es apropiarse del trabajo de desarrollo que durante milenios han hecho los campesinos de todo el mundo en forma colectiva y pública, y que es la base de todas las semillas que cualquier instituto de investigación público o privado utiliza hoy día.
Justamente, porque existe este trabajo de millones de familias y comunidades campesinas e indígenas, que de por sí se hace en forma descentralizada, familia a familia, milpa a milpa, campesino a campesino, que México es centro de origen y diversidad del mayor logro agronómico de la historia que es el maíz y de una gran cantidad de otros cultivos (jitomate, chile, frijoles, calabazas y muchos más). Cada familia campesina utiliza año con año diferentes variedades de semillas que selecciona y ha ido adaptando a las condiciones de su campo, a las plagas, a las condiciones del suelo, de sequía o lluvia, de tal modo que si una no resulta, otras sí lo hacen. Esto es su sustento y es lo que ha producido por milenios alimentos de gran calidad nutritiva, y una enorme diversidad que jamás podrá ser sustituida por una, dos o 10 variedades que se creen en un laboratorio.
Las amenazas a las familias campesinas y las comunidades indígenas, verdaderos garantes de la calidad y la diversidad, no vienen de la falta de tecnología, sino de políticas agrarias que los expulsan del campo, que no se basan en sus necesidades y culturas, sino en favorecer la gran agricultura industrial (nacional o multinacional) uniforme, maquinizada y contaminadora de suelos y aguas (para lo cual se quiere inventar cultivos transgénicos que la resistan); de la extranjerización del sustento y la alimentación, por ejemplo, mediante la importación de cultivos artificialmente "baratos" que compiten con los productores mexicanos y los contaminan con sus transgénicos y sus genes patentados.
Silvia Ribeiro
Publicado en La Jornada, México