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Por Silvia Ribeiro*
Las cinco enfermedades más comunes en México están ligadas a la producción y consumo de alimentos provenientes de la cadena agroalimentaria industrial: diabetes, hipertensión, obesidad, cáncer, enfermedades cardiovasculares. Algunas totalmente, otras parcialmente, ninguna está desligada. Esto se traduce en mala calidad de vida y tragedias personales, pero además en altos gastos de atención médica y del presupuesto de salud pública, un enorme subsidio oculto para las transnacionales que dominan la cadena agroindustrial, desde las semillas al procesado de alimentos y venta en supermercados. Más razones para cuestionar ese modelo de producción y consumo de alimentos.
En artículos anteriores referí cómo el sistema alimentario agroindustrial solamente alimenta a 30 por ciento de la población mundial, pero sus graves impactos en salud, cambio climático, uso de energía, combustibles fósiles, agua y contaminación son globales.
En contraste, la diversidad de sistemas alimentarios campesinos y de pequeña escala son los que alimentan a 70 por ciento de la población mundial: 60-70 por ciento de esa cifra lo aportan parcelas agrícolas pequeñas, las huertas urbanas el 15-20 por ciento, la pesca 5-10 por ciento y la caza y recolección silvestre 10-15 por ciento. (Ver ¿Quién nos alimentará? La Jornada, 21/9/13 y www.etcgroup.org). Agrego ahora datos complementarios, de la misma fuente.
En términos de producción por hectárea, un cultivo híbrido produce más que una variedad campesina, pero para ello requiere la siembra en monocultivo, en extensos terrenos planos e irrigados, con gran cantidad de fertilizantes y alto uso de agrotóxicos (plaguicidas, herbicidas, funguicidas). Todo ello disminuye la cantidad de nutrientes que contienen por kilogramo. Los cultivos campesinos, por el desplazamiento histórico que han sufrido, ocurren mayoritariamente en terrenos desiguales, en laderas y tierras pedregosas, sin riego. Si comparamos aisladamente la producción de un cultivo campesino con el mismo híbrido industrial, la producción por hectárea es menor. Sin embargo, los campesinos siembran, por necesidad y conocimiento, una diversidad de cultivos simultáneamente, varios del mismo cultivo con diferentes características, para diferentes usos y para soportar distintas condiciones, además de cultivos diferentes que se apoyan entre sí (se aportan fertilidad, protegen de insectos) y como usan poco o nada de agrotóxicos, crecen a su alrededor una variedad de hierbas comestibles y medicinales. Siempre que pueden, los campesinos combinan también con algún animal doméstico o peces. Todo sumado, el volumen de producción por hectárea de las parcelas campesinas es mayor que el de los monocultivos industriales, además de que resisten mucho mejor los cambios del clima y su calidad y valor nutritivo es mucho mayor.
De lo cosechado en la agricultura industrial, más de la mitad va para forrajes de ganado en cría a gran escala y confinada (cerdos, pollos, vacas). Virtualmente toda la soya y maíz transgénico que se produce en el mundo –y también la que quieren plantar en México– no se destina a alimentación humana sino a forrajes para cría animal industrial, dominada también por trasnacionales y cuyo sobreconsumo es otro factor causante de las enfermedades principales.
De los fertilizantes sintéticos usados en la agricultura industrial, la mayoría es justamente para producir forrajes, y la mitad que se aplica no llega a las plantas por problemas técnicos. A su vez, el escurrimiento de fertilizantes es factor fundamental de contaminación de aguas y de gases de efecto invernadero.
Adicionalmente, en la cadena industrial se desperdicia de 33 a 40 por ciento de los alimentos durante la producción, transporte, procesamiento y en hogares. Otro 25 por ciento se pierde en sobreconsumo, produciendo obesidad, entre otras cosas por la adicción que provoca la cantidad de sal, azúcar y químicos agregados.
En Norteamérica y Europa el desperdicio de alimentos per cápita es de 95 a 115 kilogramos por año, mientras que en África subsahariana y sudeste de Asia (con mayoría de agricultura campesina), es de 6 a 11 kilogramos per cápita, 10 veces menor.
Ante el desperdicio y la gravedad de los problemas de salud y ambientales que provoca la cadena industrial de alimentos, urge replantearse políticas que la desalienten y estimulen en su lugar la producción diversificada, sin químicos, con semillas propias y en pequeña escala, que además es la base de trabajo y sustento de más de 80 por ciento de los agricultores del país. En el extremo opuesto está la producción industrial con transgénicos, que exacerba todos los problemas mencionados, y además, al estar en manos de cinco trasnacionales es una entrega de soberanía nacional. La siembra de soya transgénica ya está amenazando de muerte a los apicultores, tercer rubro de exportación nacional, que provee sustento a más de 40 mil familias campesinas. Las solicitudes de siembra comercial de maíz transgénico en millones de hectáreas, amenazan eliminar otros miles de familias campesinas y contaminar el patrimonio genético más importante del país.
Por si estos datos no fueran suficientes, los eventos climáticos extremos que ha sufrido el país –con daños exacerbados por políticas que aumentan la vulnerabilidad–, están directamente vinculados a ese sistema alimentario agroindustrial, que es una de las causas principales del cambio climático.
*Investigadora del Grupo ETC
Publicado en La Jornada, 9 de octubre de 2013